Lo que no aprendimos en la universidad de Yale
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Durante varios años, he servido en la Junta Directiva de nuestro hospital comunitario. Este hospital sin fines de lucro - como muchas otras entidades - es muy consciente de sus limitaciones. Como era de esperar, la agenda de la junta directiva en el hospital a menudo se centraba en el aprovechamiento máximo del hospital en la participación en el mercado, y en la máxima reducción de competencia por parte de otras instituciones de salud.
El problema con este enfoque se concretó para mí un día durante una reunión de planificación estratégica. Vari@s de nosotr@s estábamos presionando para cuestionarnos formas en que el hospital podría abordar mejor las necesidades de salud de la creciente población latina de nuestra ciudad y de miembros de la comunidad con bajos ingresos. En su intento por justificar el objetivo del hospital de aumentar la rentabilidad en otros sectores de su programa, el Director General articuló su argumento en pocas palabras: "Si no hay margen, no hay misión". A modo de respuesta, respondí impulsivamente, "Si no hay misión, no hay misión."
El servicio a la comunidad es invocado repetidas veces como el motivo de ser del hospital. Pero, ¿cómo puede el hospital servir a la comunidad si ésta ya no existe? El apelar a la misión a menudo surge, principalmente, como una justificación para hacer cualquier cosa que ayude a obtener una ganancia, porque la rentabilidad asegura la supervivencia del hospital. La supervivencia institucional funciona como un imperativo de primer orden para el administrador del hospital, y para muchas personas que dirigen las instituciones. Comienzan con la supervivencia y la ven como la condición indispensable para todo lo demás.
Hay algo de lógica de sentido común en este modo de pensar.
El apelar a la supervivencia es tan básico e instintivo para nosotr@s como criaturas, que rara vez lo cuestionamos, ni tampoco cuestionamos su energía subyacente. Como resultado, rara vez retamos un análisis que afirma que la supervivencia es lo que está en juego. Pero cada vez que escucho una apelación basada en la necesidad de la supervivencia institucional, lo veo como una señal de alarma. Entonces trato de preguntarme: "¿Qué curso de acción se está justificando en este momento, que de otro modo sería indefensible? ¿Qué es lo que se defiende aquí que requiere este llamado visceral”?
Las apelaciones a la supervivencia surgen de nuestro interior y nos mantienen atrapad@s en un estado de lucha o huida. Estas apelaciones dirigen todo nuestro modo de pensar hacia la autopreservación en lugar de dirigirlo hacia la visión.
Las reacciones de lucha o huida tienen su origen en el miedo e interfieren con nuestra capacidad de observar lo que está sucediendo a nuestro alrededor, excepto por las amenazas. Nos centramos en los problemas de nuestro entorno en lugar de enfocarnos en las oportunidades y posibilidades que nos ofrece.
El temor también entorpece la imaginación; el pensamiento de supervivencia es enemigo de la reflexión creativa. El miedo nos impide tomar riesgos creativos, a la vez que, paradójicamente, tomamos acciones que ponen en riesgo nuestras relaciones y toda nuestra razón de ser.
Cuando veo a otros atrapados en la ansiedad de la supervivencia, ese modo de pensar me incita a preguntar: "¿Si seguimos este camino, (que sólo se justifica para asegurar nuestra supervivencia) sobreviviremos para convertirnos en el tipo de organización que queremos ser?"
El desafío es dejar de permitir que la supervivencia dicte el marco de nuestra discusión. Entonces podremos hacer (a mi juicio) preguntas más fundamentales sobre la identidad y la visión: "¿Cuál es el meollo de nuestra organización? ¿Cuál es nuestra visión a partir de lo que queremos ser y de lo que queremos hacer? ¿Cómo podemos aprovechar nuestra creatividad para descubrir formas sostenibles que calzen con nuestro llamado, y de hacer lo que somos llamados a hacer?
Por supuesto que es mil veces más fácil identificar la ansiedad de l@s demás y ver cuánto mejor podrían estar ellos lidiando con ella. Un gran riesgo existente para los administradores es la excesiva identificación con las instituciones en las que tenemos cargo de liderazgo. También es tentador el vernos como indispensables, como personas esenciales para el futuro de la organización.
En un momento en la historia del centro de salud Maple City, a raíz de una crisis de la organización en la que la junta directiva le había pedido al administrador que renunciara, el otro médico del personal y yo nos sentimos responsables de administrar el funcionamiento operativo cotidiano. La junta estaba luchando para entender su función a raíz de la partida del administrador. Ella afirmó su autoridad para supervisar las operaciones.
Sin ninguna claridad en cuanto a cómo supervisar las operaciones, la junta se lanzó a designar a uno de sus miembros para firmar cada cheque, aprobar todos los gastos y decidir todos los cursos de acción, por triviales que fuesen. La junta excluyó a todos los miembros del personal de sus deliberaciones, y nos daba muy poca información sobre su modo de pensar y planificar.
El otro médico y yo nos sentimos que teníamos mucho más claridad que la junta sobre lo que era necesario para las operaciones del día a día. Nos sentimos responsables del funcionamiento del centro, pero no se nos habían concedido ninguna autoridad formal para hacerlo. La falta de confianza entre la junta y el personal me estaba haciendo perder la cordura y mi nivel de ansiedad aumentaba. Empecé a sentir que la supervivencia de la organización estaba en juego. Este proyecto, al que había dedicado diez años de mi vida, estaba en riesgo de desplomarse.
En épocas de crisis, mis fuertes impulsos de hacerme cargo se activan, y mi inclinación por tratar de tomar el control fue intenso. Otros miembros del personal estaban listos para asaltar la próxima reunión de la junta directiva y desafiar la forma en que la junta estaba funcionando. Estaban considerando la idea de convocar a una reunión de la comunidad con el fin de derrocar a la junta directiva y empezar de nuevo. Contemplé la posibilidad de renunciar.
Luego de muchas consultas y sesiones de consejería antiansiolítica, mi ansiedad se calmó, y decidí intentar renunciar al impulso de luchar o huir. Le informé a la junta directiva que tenía la intención de volver a centrar mis energías en la atención de los pacientes y que renunciaría a toda responsabilidad, formal e informal, de mantener a flote el centro. Durante tres meses, iba a consolidar mi propia visión de ese modo para permitir a la junta hacer su trabajo. Después de tres meses, volvería a evaluar mi función y mis compromisos.
Era necesario enfrentarme a la posibilidad de encontrar otro norte para mi labor, y tenía que darle a la organización la libertad de desplomarse. En el espacio creado por estos pasos, mi ansiedad disminuyó, se disiparon los temores de supervivencia, y al final, todos pudimos dar un paso atrás para repensar nuestras funciones y estructuras de modo más constructivo y productivo.
Poco a poco se reconstruyeron las relaciones y la confianza fue restaurada, ya que encontramos nuestra imaginación libre para centrarnos de nuevo en la visión del centro de salud y su razón de ser.